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CRÓNICA

NOE GUERRA PIMENTEL | Opinión | 01/07/2016

DONDE LE SACARON LA MUELA AL GALLO

En Armería casi en el centro de la ciudad a dos cuadras al sur de la carretera nacional en la esquina suroeste que hacen las calles Miguel Galindo y Tabasco, en una finca ahora abandonada y donde antes se recuerda el abarrote de una pareja de ancianos cuyos nombres eran Calixto y María Dolores “Lolita”, ahí había al exterior, todavía en enero del 2003, clavada sobre la puerta verde una lamina medio oxidada, empolvada por el tiempo y pintada por un autor anónimo una representación tipo retablo que representa a un personaje con bata blanca portando unas pinzas en el acto de sacarle una muela a un gallo que se ve con las alas abiertas, misma representación que luego del terremoto de aquel año fue repuesta, pero ya sobre el muro ¡Quién sabe a dónde iría a parar la lámina original!

Sin poder afirmar qué fue primero si la placa o la anécdota existe una leyenda que situada en los tiempos del virreinato cuando Armería no era lo que hoy conocemos, sino otro muchas veces provisional asentamiento aborigen y con otra denominación, ubicado en las inmediaciones del entonces río Nagualapa, hoy Armería, que fue cuando se apostó por ahí una partida de guardias que se dedicaban a escoltar conductas viajeras y bienes en tránsito, provenientes de la costa rumbo al centro del entonces vasto territorio de la Nueva España. Entre los destacamentados se dice que sobresalía un militar criollo de quien no sabemos el nombre, caracterizado por su vida licenciosa haciendo comunes sus excesos en este ambiente semisalvaje y peligroso de la costa, era el típico buscapleitos que con cualquier pretexto y a la menor provocación retaba al que fuera, motivo suficiente era que la moza de otro le gustara o que el caballo ajeno le agradara para soltarse retador y emplazar al ofendido en duelo a muerte.

Era un verdadero azote, era un individuo tan pendenciero que muchos le daban retirada abandonándole la banqueta, el camino y hasta la calle, incluidos sus compañeros, pues tenía ganada fama de sádico y cruel asesino, ya que a sus víctimas una vez aniquiladas las desollaba aún vivas haciendo escarnio de ellas echando bravatas a los testigos a la vez que escupía y con los pies echaba tierra a quienes habían sido por él aniquilados. Por esa y otras razones la gente le temía ganándose el apodo de “el Gallo”.

El Gallo aparte de sus temibles destrezas cuerpo a cuerpo, con la espada, la pistola y el mosquetón era mejor, se asevera, en la lucha cuerpo a cuerpo, de la que ningún oponente salía vivo, ya que extrañamente resultaban con graves heridas, cortadas profundas en zonas vitales del cuerpo como el cuello, el abdomen y la espalda, mientras que el retador salía ileso, cuando mucho revolcado, descalabrado o con moretones por los golpes recibidos bajo las sombras de los rincones nocturnos en los que usualmente se llevaban las refriegas, sin que nadie pudiera descifrar qué era lo que ocasionaba las fatales lesiones, cuando en realidad se trataba de una pequeña daga curva de origen Árabe que en el momento oportuno él sacaba, para en mortales abrazos herir a sus infaustos contendientes que sorprendidos, desangrándose y escarnecidas no llegaban al amanecer.

El secreto del Gallo no se descubrió por mucho tiempo, el suficiente para que su fama de maldito y asesino como eco se fuera más allá de las montañas y las barrancas, incluso ultramar. Pasaron los días y los meses, la fama del Gallo de la costa seguía creciendo más allá de la región hasta que un día, un joven, mulato, recién avecindado y arrejuntado con una guapa mestiza, ambos provenientes de la costa brava del sur, de donde se había venido huyendo por haber dado muerte a un cuñado junto con otro pretendiente de su amada en mala hora se topó con él, en un fandango, como se llamaban las fiestas pueblerinas de entonces y donde, como era de esperarse, por defender a su curvilínea joven manceba del acoso del Gallo, el mulato y éste se hicieron de palabras hasta llegar a las manos y de ahí, entre la gente que se removía expectante, bajo las sombras inestables de las antorchas y las fogatas de la calle, rodar trenzados en mortal abrazo bajo los gritos hilarantes de la chusma que enardecida ya apostaban sus taclos prefiriendo al invicto Gallo.

El desenlace del combate sorprendió a todos cuando después de unos minutos del fiero combate cuerpo a cuerpo, al prodigio de una repentina voltereta el temido Gallo había quedado ahí tirado en medio de todos resollando sangre, agonizando, incrédulo, la suerte le había cambiado. Mientras su vencedor, ileso y ya de píe, limpiándose la sangre del otro, solo lo observaba a la vez que veía la ensangrentada daga del Gallo, ¡Sí! en la revolcada asombrosamente y en un golpe de suerte, al sentirla accidentalmente y en un mal movimiento se la había quitado y con ella, en el fiero mano a mano, había dado cuenta del Gallo dejándolo fatalmente

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