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AL VUELO

ROGELIO GUEDEA | Opinión | 13/09/2015

MANUAL PRÁCTICO PARA GOBERNANTES

Cicerón, luego de ganar a Catilina las elecciones para cónsul, ingresó en el Senado, en el año 63 antes de Cristo. Creyó que la discriminación que pesaba sobre él (por no tener linaje político ni social) se acabaría una vez estando en funciones, pero no fue así. Cicerón fue excluido y muchas de sus posiciones, como aquella que intentaba dividir la tierra pública, no tomadas en cuenta. Ante tal adversidad, decidió reflexionar profundamente sobre la forma en que creía que debía gobernarse un país, al margen de lo que veía en su realidad cotidiana como legislador. De esta manera fue como el filósofo creó su filosofía política, que, para muchos, sigue teniendo una vigencia absoluta en el mundo contemporáneo. Sobre la forma de gobernar dejó, específicamente, útiles consejos. En primer lugar, Cicerón decía que había leyes universales que regían la conducta humana y a las que ésta debía sujetarse. Todas estas leyes universales estaban regidas por las cuatro virtudes cardinales: templanza, prudencia, fortaleza y justicia. También decía que la mejor forma de gobierno era aquella que tenía siempre un equilibrio de poderes, de tal forma que esto impidiera el mal mayor de todo gobierno: la tiranía, lo que destruye no sólo el bienestar social (al recaer todos los beneficios en uno solo y sus familiares) sino también, tarde o temprano, el del tirano. Los gobernantes, por otro lado, decía Cicerón, deben ser políticos morales, íntegros, y deben (siempre) tener cerca a sus amigos pero todavía más cerca a sus enemigos, que es de los que más se aprende en las artes de gobernar, pues mientras los primeros nos advierten las glorias, los segundos siempre estarán prestos para señalarnos nuestros vicios. El gobernante orgulloso y terco que no crea en las enseñanzas de sus enemigos, dice Cicerón, perecerá. La inteligencia es otra de las virtudes del gobernante, explica Cicerón, y no debe ser una palabra nunca negativa, ni hueca. El que gobierna jamás debe pasar indiferente a ella. Por eso, deben gobernar los más sabios, de otra forma la ruina del país está asegurada. El gobernante sabio es aquel que cambia conforme cambia la sociedad, la transforma y se transforma o viceversa. Un gobernante que no sabe escuchar el llamado de esta transformación fundará un gobierno despótico y, con él, su propia tumba. Derivado de este principio, Cicerón aconseja también tres cosas importantes: no subir los impuestos cuando no sea necesario, permitir el ingreso a los extranjeros (que siempre traerán ideas nuevas o renovarán las ya existentes) y nunca iniciar una guerra innecesaria con otro país, salvo que sea para defenderse o proteger la soberanía. Cicerón desliza un último consejo, tal vez el más sonoro de todos: erradicar la corrupción, que destruye a la nación y al gobernante y crea una sociedad ansiosa de revolución, impasible e incrédula. La falta de credibilidad de un gobierno es la decadencia absoluta de todo el país. La vida política de Cicerón (para el que tenga la curiosidad de adentrarse en sus páginas, todas fascinantes) no fue fácil. Sabía que un gobernante, una vez en el poder, era difícil de domeñar, pero aun así persistió (como Platón con el terrible Dionisio) en su labor transformadora. No creo que este afán deba terminar nunca. No, al menos, mientras la ambición de poder siga siendo uno de los principales alimentos de la condición humana.

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