
EL CUERVO. IN MEMORIAM
“La soledad es buena cuando uno la busca, pero cuando ella llega,
se queda y no se va, allí es cuando viene el delirio.
En los últimos tiempos de eso se quejaba.
Se le olvidó que aquellos adolescentes ya no podíamos ser sus discípulos de tiempo completo,
que se nos habían echado encima los años y con ellos todo lo que traen.”*
Hará cinco años escribí este texto. Lo hice con motivo del fallecimiento de un cubano nativo, de un colimense adoptivo, de un hombre que no fue común, al menos no para mí. En su memoria, hoy lo reproduzco. Gracias Cuervo. Gracias Maestro de la vida. No, no es fácil, menos cuando se tiene tanto por recordar y decir. Son veintiocho años de una historia compartida, tiempo que bien puede ser más que una vida en la que juntos y aún con las necesarias y obligadas distancias concurrimos a una sólida y fraternal amistad, tan honesta como intermitente, en la que en los saldos del tiempo con paciencia y perseverancia, solidarios supimos cultivar un recíproco afecto, casi familiar.
Era una mañana de agosto de 1982 cuando conocí al peculiar maestro Cuervo, Miguel Ángel. La noche anterior había llovido, la ciudad estaba fresca cuando bajé del autobús como recién lavada, llegué a la finca más antigua de Colima, la que entonces albergaba al Cedart, en 5 de mayo 87, en el barrio de El Rastrillo. Al entrar al edificio un airecillo me volteó la melena de aquellos dieciséis años de barros, espinillas, incertidumbre y hambre de todo. Un señor me orientó a la entrada. Pasé a la dirección, antes de entrar, al fondo, en un pequeño escritorio, en la penumbra a contraste, él, el maestro Cuervo a quien no conocía, me impresionó con su barba prominente enfundado en una camisa beige, tipo cazador, observando, como oculto tras sus lentes oscuros de carey. Me informé con la secretaria y me retiré del sitio. Aún recuerdo el nerviosismo con el que después me inscribí en ese lugar donde perfeccionaría mi habilidad de dibujante. “Yo sería artista. Era mi destino”, creí.
Fue después del propedéutico de ingreso donde lo volví a descubrir. Esta vez como introvertido, fumando apresurado mientras conversaba llamando la atención con su singular vestuario y maletín de médico en mano. Debo reconocer que nuestro primer encuentro fue desafortunado. Era el inicio, apenas la primera clase; yo, sentado al fondo entre dos compañeras fui súbitamente interrumpido: -¡Tú, el de lentes! ¿Cómo te llamas? -Noé, Noé Guerra, profesor. Contesté. -¡Pásate adelante! me ordenó. -¿Cómo no profesor? Con gusto… solo deme la razón. Levantó la mirada sobre la armazón de sus lentes oscuros y me miró fijamente. Bajó la cara, no dijo más. Nadie dijo más. Ese era el principio y no lo supe.
Muchas caras, muchas vivencias, inimaginadas en mi aún adolescencia. Otros mundos los que conocí como muchos otros muchachos gracias a él, luego de que pasados tres semestres me invitara a vivir a su piso del edificio “Cázares”, para que, con Jaime, Leo y luego con Chago, le ayudara en su “Café Galería”, lugar irrepetible donde todo tenía cabida, a donde asistían desde niños hasta parejas, sin faltar los artistas y los poetas, entre los amorosos buscadores de la libertad que proponía ese lugar inédito, donde entre verdades se gestaron leyendas paralelas al gran mito que sobre sí construía el Cuervo, este ser extraordinario que en muchos sentidos vino a cambiar radicalmente la visión de aquel adormilado Colima.
CONTINÚA...
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