RAÍCES
Para tener un poco de más espacio en el pequeño jardín de la casa, me vi en la necesidad de cortar un árbol que se erguía en uno de sus extremos. Era un pino, pero no de los altos, sino de los que crecen hacia los lados y se van ensanchando de tal modo que, de perder cuidado, te asfixian. Esto era precisamente lo que estaba haciendo este pino, dejando, con ello, poco espacio para que mis hijos pudieran jugar en las tardes al regresar de la escuela. El fin de semana pasado empecé a cortarlo. Derribar sus ramas fue una tarea fácil, y hasta placentera, pero cuando llegué a la base del tronco todo se complicó. Aquello era como intentar taladrar una piedra con la punta de una aguja de coser. Aunque me hice de una motosierra de agresivos dientes, era tan dura la madera y tan compacta que la cadena de la motosierra se salía de su redil. Vi en youtube varios videos, incluso, sobre la manera más fácil de sacar un tronco de árbol y en todos encontré algo común: había que sudar la gota gorda para conseguirlo. Como no tenía más herramienta (mi motosierra era en realidad para trabajos de baja intensidad y además yo carecía de un pico como el que recomendaban en uno de los videos), me ajusté a lo que tenía y continué la faena. Me llevó dos días lograr emparejar apenas el tronco un poco más abajo del ras de tierra, porque no pude arrancarlo completo. Durante todo el tiempo, eso sí, pensé en la fuerza de sus raíces y en la poca importancia que les damos cuando enfrentamos la adversidad. Si son endebles, con un golpe podremos derribarlas. Pero cuando son vigorosas y profundas como las de este árbol, no hay Dios –lo pensaba mientras guardaba la herramienta- que pueda doblegarlas.
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