FILOSOFÍA DEL VENDEDOR DE ASPIRADORAS
No había otra opción. La aspiradora que teníamos agonizaba y, tristemente, había que reemplazarla. Mi mujer se inclinaba por una realmente buena, que chupara hasta el polvo del subsuelo. Ya basta de medias tintas, argumentaba siempre anteponiendo eso de “el que compra barato, compra cada rato”. Yo era, debo decirlo, más mesurado, sobre todo por esa sensación de que los seres humanos planeamos como si fuéramos a ser eternos. ¿De qué nos serviría, entonces, una aspiradora que durara toda la vida si nosotros podíamos caer en un precipicio al día siguiente? Así, con este debate, subimos al coche y fuimos a Harvey Norman, una tienda donde venden desde una funda para el Ipod hasta una casa. Apenas entramos al pasillo de las aspiradoras, se nos acercó un hombre de escasos cuarenta años, delgado, blanco, bien fajado. Nos preguntó qué buscábamos y le dijimos que una aspiradora. Al decirlo, mi mujer avistó una y la señaló con el dedo. El vendedor nos condujo hasta la aspiradora que le había gustado a mi mujer y no conforme con darle una explicación detalladísima, que incluía a las aspiradoras que rodeaban a la aspiradora que le había gustado a mi mujer, dijo: “yo en las pasadas navidades le regalé una de éstas a mi mamá”. Y luego asestó: “mi madre está feliz, feliz con ella”. A mi mujer se le salían los ojos por la aspiradora. A mí se me salían los ojos al ver los ojos de mi mujer. Me acerqué a su oído y le dije que eso era muy caro para nuestro presupuesto, que debíamos pensar en algo un poco más barato. Mi mujer, comprensiva como siempre (aunque a veces no tanto), giró la cabeza y detuvo su mirada en otra aspiradora. El vendedor, al darse cuenta del desvío, nos condujo hasta la nueva aspiradora y, del mismo modo que antes, nos dio una explicación tan buena o mejor que la que nos había dado antes, con lo cual yo pensé lo bueno que había sido no elegir la anterior aspiradora, pues ésta, según los pormenores que nos daba el vendedor, era mucho mejor. “Y le voy a decir algo –dijo el vendedor, bajando la voz-, yo compré una de éstas hace dos años y estoy encantado”. Mi mujer me miró a los ojos como diciendo: “¿cómo ves?” El precio me seguía sin gustar. Demasiado alto. Me acerqué a su oído y se lo hice saber: “bájale un poquito más, anda”. Mi mujer volvió a girar la vista y detuvo su mirada en un montón de aspiradoras que tenían encima un letrero que decía: “oferta súper especial”. El vendedor, al darse cuenta, se metió la camisa en el pantalón, carraspeó un poco y nos dijo, como si hubiera escuchado lo que acababa de decirle a mi mujer: “pero también tengo éstas”, y nos condujo a la pila de aspiradoras que mi mujer veía fijamente. “Y no le piden nada a ninguna”, agregó el vendedor. Mi mujer las husmeó, hizo su consabido rictus y antes de proferir cualquier resolución, el vendedor se adelantó: “esto que voy a decirles es muy personal. A mi hija, que se casó hace un par de meses, le regalé una de éstas. No saben cómo relucen sus alfombras. Me lo ha agradecido cientos de veces”. El vendedor nos pormenorizó tantas virtudes de la nueva aspiradora que yo, debo admitirlo, pensé que suerte como la que estábamos teniendo no la íbamos a encontrar nunca, sobre todo con un vendedor que yo ya sentía mi colega, mi amigo. Qué digo mi amigo: mi hermano. El precio de la nueva aspiradora estaba muy cerca de mi presupuesto, pero, sin darme cuenta, mi mujer cada vez estaba más lejos de mí. Ahora se encontraba en el otro extremo del pasillo, viendo una aspiradora de diseño extravagante, como recién traída de Júpiter, con tubos y engranes que le salían por arriba y por abajo. Lo que le explicaba el vendedor a mi mujer pude, de súbito, imaginarlo: “hace cinco años le regalé a mi tatarabuelita…”. Pero ya fue demasiado tarde.
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