
XBOX360 II
Creo que fue en Platón, en sus Diálogos, o en Aristóteles, en su Ética a Nicómaco, o en ambos, donde aprendí que todas las cosas tienen una cara buena y una cara mala, y que todo depende del lado en que nos pongamos al usarlas. Sócrates explicaba, por ejemplo, que la valentía sin prudencia nos podría llevar a cometer locuras irredimibles, como irnos a enfrentar, solos y sin armas, a un batallón de mil hombres armados hasta los dientes, por lo tanto Sócrates decía que la valentía era buena pero siempre y cuando la prudencia estuviera de su lado. Hace poco estas enseñanzas salieron a la superficie cuando mi mujer y yo nos enfrentamos al mismo dilema que se enfrentan muchos padres que tienen hijos con Xbox360: cómo hacer para evitarle al pobre hombrecito tal adicción. Vimos, desde que compramos el aparato, a un enemigo en casa. Un enemigo de los libros, de la guitarra y de la escritura, pero cómo luchar contra el mundo que está allá afuera, y los amigos que también tienen un Xbox360, y la infancia que pide estas experiencias extremas, así sean virtuales. Luego de muchos años de resistencia, nos resignamos, aun cuando yo veía que el tiempo que gastaba mi hijo en el Xbox360 era tiempo perdido. Pero un día un primo hermano suyo apareció en el escenario. Un primo de Colima, a miles de kilómetros de distancia, podía comunicarse con él, y jugar con él al futbol y a otros juegos compartidos, y mi hijo incluso nos invitó para enseñarnos la maravilla que aquello era. Y sí: nos fuimos de espaldas. Mi hijo y su primo hermano a mil kilómetros de distancia podían enfrentarse o aliarse en los juegos que jugaban, mientras hablaban de las materias que llevaban en la escuela, lo que hicieron la pasada Semana Santa, lo que harían en las próximas vacaciones, riéndose, lamentándose, enfureciéndose contra los enemigos que enfrentaban. Entonces fue que recordé aquello que aprendí en Platón o en Aristóteles: el Xbox360 podía entumecerle los dedos, cegarle la vista, distraerle el camino que podía seguir en la vida, pero, por otro lado, también podía estrechar el amor fraternal con su primo hermano, enraizar recuerdos, tender un puente hacia su ciudad y su lengua, sobre todo teniendo en cuenta los miles de kilómetros que lo separan de calles, amigos, vientos y familiares de nuestro país. Me quedé tranquilo aquella tarde, luego de escucharlos jugar y conversar. Vi el cielo a través de la ventana y lo vi claro, azulísimo, despejado, como no lo había visto desde hacía ya mucho tiempo. Por algo sería.
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