
Tengo tiempo realizando actividades que no tienen nada que ver con los libros, la lectura, la escritura, la academia, etcétera. Me puse, por ejemplo, entre otras muchas cosas, a hacer casas para pájaros. Guiado por un detallado manual de carpintería, compré los utensilios pertinentes y, en el sótano, abstraído de todos y de todo, sobre una larga mesa de madera, me puse a construir casas para pájaros, que fui colgando en los árboles del jardín. Como vi que no se convertían en refugio de nadie, así como las amantes que no saben complacer a sus amadores, decidí entonces ponerles un poco de comida, abastecerlas de agua y esperar los resultados. Fue hasta la mañana del tercer día, curiosamente, cuando el bullicio de muchos pajarillos pecho azul me despertó de súbito. Abrí la cortina y vi, a través de la ventana, un revoloteo de alas entre las ramas. Parecía que los árboles habían resucitado de un largo desmayo y ahora, vivaces, se disponían a celebrar el día soleado. La escena se repitió una y otra mañana, hasta ahora mismo que escribo y alcanzo a escuchar, desde este escritorio, los árboles cantar. Hoy sólo me queda esta certeza: en el poema del árbol la poesía debe estar en el canto de los pájaros.
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