UNA TARDE EN EL PANTEÓN
Estábamos en clase de Redacción Periodística en el Bachillerato Uno de la Universidad de Colima, era el año de 1987, el maestro era Ángel Ramírez López, quien nos comentó que realizaríamos una actividad en equipo, por lo que nos pidió hiciéramos conjuntos de 5 personas.
Rápidamente de “la banca empantanada” (era una banca tipo de jardín que metimos al salón de clases en donde nos sentábamos no menos de 15 compañeros y llamada así por el propio Ángel Ramírez porque decía que no saldríamos del pantano) salieron tres equipos, el mío estaba formad por Baldomero Díaz (quien hoy es reportero y vive en Manzanillo), César Aguayo Palafox (profesor), Nacho (de quien se me escapa el apellido en este momento), Juventino Pérez, mejor conocido como “el pato” (debido a su baja estatura y lo delgado de su cuerpo) y un servidor.
El maestro sorteó los temas a desarrollar, algunos compañeros fueron al asilo de ancianos, otros a bomberos, a Cruz Roja, unos más a diferentes instancias de beneficencia pública y a nuestro equipo nos tocó el Panteón de Colima.
Rápidamente nos pusimos de acuerdo y quedamos en acudir al panteón ese mismo día por la tarde; llegamos todos al lugar acordado y de ahí nos dirigimos al cementerio, entramos alrededor de las cuatro y media de la tarde, recorrimos las calles de lo que es llamado el panteón nuevo, que colinda con el boulevard Camino Real, en donde platicamos con algunos de los trabajadores que por ahí andaban haciendo excavaciones para sepultar los restos de una persona.
Posteriormente nos fuimos hacia la parte oriente del panteón, lo que es llamado el panteón viejo, que en aquel tiempo estaba lleno de matorrales pero era en ese sitio en donde estaban las tumbas más antiguas, por lo que sin pensarlo nos fuimos abriendo paso entre el monte, algunas veces era Cesar Aguayo quien iba al frente, otras veces yo, unas más Nacho o Baldomero, pero el que siempre se quedó atrás fue “el pato”.
Así llegamos a nuestro objetivo y empezamos a ver, revisar y consultar las viejas tumbas, muchas de las cuales se encontraban casi destruidas y se podían ver los restos de los ataúdes y los esqueletos humanos que guardaban en su interior.
Después de recorrer gran parte de esta parte del cementerio nos percatamos que ya eran después de las 7 de la tarde, el tiempo pasó de prisa, por lo que decidimos regresar para salir del lugar y nuevamente comenzamos a abrirnos camino entre los matorrales, cuando de pronto Baldomero Díaz dijo “¿en donde está el pato?”, por lo que volteamos hacia atrás y no lo vimos, se nos perdió entre lo alto de la hierba.
De inmediato nos regresamos y comenzamos a gritarle: “patooooo, patooooo, patooooo”, hasta que después de caminar por unos minutos escuchamos su voz a lo lejos, pero hueca, que nos llamaba “acá estoy, ayúdenme”, nos fuimos guiando por su voz hasta que nos percatamos que venía del fondo de una tumba; encontramos al pato que estaba todo empolvado al menos a tres metros de profundidad.
Aunque estaba la tumba abierta no era tan difícil salir de ella, solo que el cuerpo de “el pato” no le permitía escalar y llegar a la superficie, por lo que tuvimos que bajar para ayudarlo a subir.
Ya estando fuera de la tumba nos platicó que venía atrás de nosotros pero que de pronto el pié se le fue a un agujero y la tumba se abrió por completo por lo que no tuvo tiempo ni siquiera de gritar para pedir ayuda.
Para entonces ya pasaban las 8 de la noche, el panteón estaba totalmente oscuro y teníamos que salir de ahí, por lo que con precaución regresamos primero entre los matorrales y después entre las tumbas; claro que a esa hora la puerta del panteón ya estaba cerrada y si el velador nos hubiera visto de seguro manda llamar a la policía, por lo que no nos arriesgamos y decidimos salir brincando la barda que da a la Camino Real para después dirigirnos a la casa del pato a reírnos de lo ocurrido.
Claro que esa aventura nos ayudó para que el maestro nos pusiera un diez en su clase.
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