VOLVER
Uno tiene que irse, cualquier día, de un país, una ciudad, dejar una casa y una calle, el periódico en el que alguna vez publicó asiduamente, y uno no se pregunta, o tal vez sí pero ya no lo recuerda, por qué ha tenido que alejarse, cualquier día, de todo aquello que quiso y de lo que, también, se sintió amado, que a esto se reducen nuestras vidas: amar, ser amado. Yo así me alejé, cualquier día, de mi alma máter, sus corredores arbolados, sus pasillos llenos de cálidos abrazos, voces que resonaban aún en las noches cuando volvía a casa, y también me alejé, y qué importan ya las razones, del periódico El Comentario, donde publiqué por primera vez mis alvuelos, quiero decir donde nacieron mis alvuelos, todavía desplumados, con la cabeza pelona, tembloreques a cada paso que daban, y jamás como ahora que ya vuelan sin necesidad de bastón. Pero el que se va siempre lleva en el adiós la posibilidad de un regreso, una nostalgia que nace ese mismo día en el porvenir, lejos de nuestros pasos, tanto que hay que mirarlos con la mano en visera. Uno no sabe por qué hay quienes que, aún así, ya no vuelven, se disuelven al fondo del camino como los terrones de azúcar en el agua tibia. Otros, en cambio, como yo ahora, no podemos contar más la historia de los que jamás regresaron, porque he vuelto, como antes, a estos corredores arbolados de mi alma máter, sus pasillos llenos de cálidos abrazos, sus voces que vuelven a resonar, a miles de kilómetros de distancia, cuando cierro los ojos.
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