
POR: Pamela de la Vega Tirado
En México, los contrastes son tan brutales como cotidianos. Estados enteros se hunden en la pobreza, condenados a la falta de empleo y a la migración como única salida. Y, sin embargo, en un rincón diminuto del mapa, Colima presume la fortuna de tener el puerto más importante del país, un motor que casi anula el desempleo.
Pero el progreso, cuando llega, nunca es silencioso. Trae consigo ruido, saturación, tráfico, encarecimiento de la vida, desajustes sociales. La ciudad portuaria se convierte en escenario de quejas constantes: los habitantes sienten el peso de un desarrollo que interrumpe su rutina y erosiona su tranquilidad. El trabajo llega, pero con él también llega la incomodidad.
Aquí se revela una paradoja: en los territorios olvidados, se desea lo que falta; en los territorios bendecidos, se maldice lo que sobra. Somos incapaces de aceptar que el progreso no es un jardín limpio, sino una construcción incesante de escombros y posibilidades. Queremos las ventajas sin los sacrificios, los frutos sin las raíces que ensucian las manos.
El verdadero problema no está en las molestias del desarrollo, sino en nuestra incapacidad de pensarlo y gestionarlo colectivamente. En la pobreza, el tiempo se detiene; en el progreso, el tiempo se acelera hasta volverse insoportable. Lo que falta en uno y lo que sobra en otro son dos formas distintas de alienación.
Quizás el desafío no es elegir entre progreso o quietud, sino aprender a sostener la tensión entre ambos. A reconocer que toda construcción arrastra su sombra, y que el ruido del puerto, por molesto que sea, late como recordatorio de que la vida se mueve, de que la economía respira, de que la ciudad existe en el mundo.
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