
Lutor
No tengo una relación cordial con los perros, aunque toda la vida hubo perros en la casa. La Fanny, por ejemplo, (una perra blanca, pequeña y saltarina) me acompañó toda la infancia. Murió cuando yo tenía doce años, sin dientes y medrada por la roña. Aun así, siempre me he sentido lejano al mundo canino. Me sigue pareciendo que mi relación con la Fanny no fue, incluso, entrañable, pues de otra forma la recordaría todavía conmigo en la cama en aquellas tardes de lluvia en que veía Remi, o dando vueltas por el pasto del jardín, o incluso mirándola comer croquetas en el comedor, al pie de mi silla. Pero no: la veo apenas entre borrones mover la cola desde el otro lado del cancel del patio trasero. Sin embargo, hoy en la mañana me sucedió algo inédito. Mientras desayunaba, Lutor, el perro de mi hijo, permanecía amarrado a la pata de la mesa de lavado, junto a la puerta que da al corral. Me di cuenta de su presencia cuando giré la cabeza hacia los ciruelos y me encontré con sus ojos, que me miraban fijamente. Quise volver a lo mío, pero no pude. Los ojos tristes de Lutor parecían los de un hombre cansado que no sólo me estuviera mirando fijamente sino que, además, me estaba juzgando. Me quedé mirando a sus ojos con la intención de descifrar el sentido de su mirada, una mirada insondable, pensativa, acaso llena de dolor. Cuando creí haber empezado a encontrar su significado, Lutor dejó caer los párpados y comenzó a bajar la cabeza lentamente, para apoyarla contra el suelo. Yo continué mirándolo impasiblemente hasta que, de súbito, Lutor volvió a levantar la cabeza, abrió los ojos y, otra vez, miró fijamente a los míos. Luego de un instante dejó caer los párpados y empezó a bajar de nuevo la cabeza lentamente, como si en realidad estuviera convencido de que era en vano todo lo que tenía decirme.
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