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COMENTARIO HOMILÉTICO

Administrador Colimapm | Opinión | 10/08/2025

LA POSESIÓN DE LOS BIENES ETERNOS REQUIERE LA FE Y EL DESPRENDIMIENTO

LC 12,32-48

POR: Pbro. Jorge Armando Castillo Elizondo

El domingo anterior pudimos descubrir la importancia de los bienes del cielo y la falsedad y caducidad de los temporales, pero la cuestión no es tan sencilla como parece, puesto que los bienes tienen un influjo en la persona, en su interior, debemos aprender hasta qué punto estamos apegados o desapegados a las cosas de este mundo, para descubrir que tan difícil nos será disponernos a los bienes que Dios nos prometió y que ya desde ahora podemos gozar.

Solamente quién está en disposición de poseer, tiene la capacidad de ayudar y ofrecer. Dios, autor de todas las cosas y a quien pertenece todo, es capaz de ofrecer y prometer lo mejor de sí, su misma vida y la comunión con él, sintetizado en la palabra Reino. La primera lectura del libro de la Sabiduría nos muestra cómo Dios preanuncia la liberación de Egipto para que el pueblo pueda comprender y disponerse a sus promesas. Podemos considerar el tiempo del Antiguo Testamento como el tiempo de las promesas de Dios que, con el paso del tiempo, se han cumplido y realizado en Cristo. El tiempo de Cristo es el tiempo de la gracia, del cumplimiento y de la realización de las promesas de Dios.

Dos son las promesas más importantes de Dios en el Antiguo Testamento ofrecidas a Abraham: la posesión de la tierra y la descendencia; y en tiempo de Moisés, la liberación de Egipto. Estas promesas, aunque tuvieron un cumplimiento temporal y concreto ya preparaban al pueblo a su realización plena: la posesión del reino eterno, ser familia de Dios y la liberación del pecado y de la muerte. Ya en el inicio de la profecía se vislumbraban también las disposiciones para poder recibir las promesas de Dios y de entre todas ellas la primera es la fe. La carta a los Hebreos nos presenta a Abraham, que por medio de la fe se dispuso a cumplir la voluntad de Dios: “vivió como extranjero… esperaba la ciudad de sólidos cimientos… murieron sin haber recibido las promesas, sino viéndolas desde lejos… ansiaban una patria mejor”. Las promesas de Dios miraban hacia el cumplimiento de los bienes eternos. Recordemos lo que Jesús dijo: «Pero ¡dichosos sus ojos, porque ven, y sus oídos, porque oyen! Pues les aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que ustedes ven, pero no lo vieron, y oír lo que ustedes oyen, pero no lo oyeron. (Mt 13,16-17). Cristo era plenamente consciente que el tiempo de su presencia era el cumplimiento de todas las promesas hechas por Dios.

Lo que hasta ahora hemos meditado nos permite concluir y entender que con Cristo realmente gozamos de las promesas de Dios. Desde ahora por medio de la fe, pregustamos los bienes que Cristo nos ha ganado y ofrecido. Solamente quién reconoce y valora lo que Dios ha ofrecido, podrá gustarlo de verdad. El corazón debe orientarse constantemente a los bienes del cielo y debe luchar para no dejar que las cosas temporales nos aparten de lo más importante; por ello, es muy clara y lapidaria la expresión que dice Jesús: “donde esta tu tesoro, ahí estará tu corazón”. Si lo más importante para mí son los bienes materiales o el dinero, allí estará apegado el corazón.

Debemos luchar por mantenernos libres frente a todo lo creado y procurar gustar primero de Dios. Es lamentable que el hombre experimente la miseria espiritual, el hambre y la sed de Dios y no quiera voltear hacia su Dios para recibir lo que por amor nos ha prometido. Cristo nos enseña a buscar ya desde ahora los bienes que duran para siempre. La certeza de poseer ya desde ahora lo que después recibiremos en plenitud y sin límite, debe ser un aliciente para perseverar en la fe y sobre todo en medio de las dificultades. Nada nos debe desanimar aun cuando veamos que las promesas de Dios tardan en manifestarse. Ya desde la oración y la Eucaristía podemos pregustar todos los bienes de Dios: su amor, su gracia, la paz, el perdón, la alegría, etc. El cristianismo en el mundo tendría que ser la religión más atractiva en todo el sentido de la palabra, porque no trabajamos ni vivimos para los bienes del mundo, sino para los bienes del cielo, gozamos ya desde ahora de la presencia real de Dios en medio de nosotros que nos santifica y nos prepara para encontrar la salvación.

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