“JESÚS ABRE NUESTROS OJOS PARA PODER VER LA SALVACIÓN”
MC 10,46-52
POR: Pbro. Jorge Armando Castillo Elizondo
Hermanos, el pasaje de este domingo concluye los viajes de Jesús fuera de Galilea (cfr. Mc 7,24), trazados por grandes enseñanzas sobre el discipulado. A su llegada en Jericó favorece a un ciego, que le pide recobrar la vista y que lo aclama como Hijo de David (Mc 10,46). Después de este episodio, y la luz de ese título, Jesús prepara ya su entrada triunfal a Jerusalén. Los signos de este encuentro entre Jesús y el ciego nos permitan reconocer que todos somos llamados a la salvación mediante la invocación del nombre de Jesús y, sobre todo, mediante la fe en Él.
El hombre, a lo largo de la historia, ha delineado caminos y formas que reflejan y ofrecen un juicio hacia el hombre y sus acciones. La acción lógica es que, quién ha hecho el bien es merecedor de una recompensa y en cambio, quién ha realizado el mal es culpable y debe recibir un castigo. Pero en realidad, constatamos otra forma de acción: la intrusión de otra mentalidad seducida por el poder y la corrupción que decide arbitrariamente el destino del hombre, decidiendo quién vive y quién muere, sin tomar en cuenta cada situación concreta y en ocasiones favoreciendo a quien hace el mal y castigando a quién hace el bien.
Esta mentalidad consumista, que solo busca el bien personal y el utilizo de las personas como mercancía, está muy lejos de comprender el valor de la persona y, por tanto, su dignidad. En este contexto, donde sobrevive el más fuerte, si deseamos, de verdad, hacer algo en bien de los demás, especialmente hacia los círculos más vulnerables: los pobres, los enfermos, los que sufren, debemos levantar la mirada hacia Dios, para que nos muestre el valor y la dignidad de todos nuestros hermanos, y entonces sí podremos actuar con los mismos sentimientos de Cristo.
El Evangelio de hoy nos presenta la curación de un hombre ciego, que habitaba en las orillas de Jericó, grande ciudad en medio del desierto y paso obligado para quién se dirige a Jerusalén. Este hombre, cuya condición es lamentable, vive de la compasión de los transeúntes. Al escuchar éste que Jesús pasaba, le grita: “¡Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí! Muchos le increpaban para que se callara. Pero él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!” (Mc 10,47-48). Pero, frente a este grito desesperado y confiado se presenta una actitud hostil, inmediatamente, la multitud le pide estar quieto y en silencio; sin embargo, y a pesar de la situación adversa, la insistencia de su grito le valió la decisión de Jesús para ayudarle: “él gritaba mucho más: ¡Hijo de David, ten compasión de mí!” (v. 48).
Junto a la necesidad de ser socorrido, la fe acompaña en ese pequeño camino que le lleva a Jesús. En ese momento Jesús comienza un diálogo con el ciego: “¿Qué quieres que haga por ti? El ciego le dijo: Rabbuní, ¡que vea! Jesús le dijo: Vete, tu fe te ha salvado” (vv.51-52). El ciego no le pedía solo ver, sino recobrar la vista. El sentido del verbo podría recordarnos que recobrar la vista es saber mirar hacia arriba, es decir, reconocer que está alguien que nos ve y que nos auxilia.
Hoy la humanidad debe levantar la mirada al cielo y debe reconocer quien de verdad nos puede ayudar, y ese es Dios. Debemos de dejar de mirar sólo lo que brilla en este mundo y que el tiempo destruirá. Por eso, como respuesta a la petición del ciego, Jesús le ofrece el don de la salvación, “vete tu fe te ha salvado” (v. 52), que es más valioso que el poder ver de nuevo. La fe le movió a perseverar en su petición y le alcanzó no solo la vista, sino también la salvación.
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