EL PAN DE LA VIDA NOS UNE A DIOS Y ALIENTA NUESTRA FE
JN 6,24-35
POR: Pbro. Jorge Armando Castillo Elizondo
El signo de la multiplicación de los panes, que meditamos hace ocho días, mostró la compasión de Cristo por aquellos que lo seguían y, además, fue un gesto que los introducía en un discurso profundo y enriquecedor sobre el Pan de la vida. Jesús acompaña al pueblo a comprender, progresivamente, el misterio de ese Pan y, además, los introducirá en la unión con su persona, misterio que se encuentra fundamentado en el testimonio de las Escrituras.
El hombre sobre este mundo es llamado: “Homo viator”, hombre que va de camino, experimenta en su ser la atracción hacia todo aquello que es bueno y le hace bien y desearía que los bienes recibidos permanecieran para siempre, pero la verdad es que todos los seres sobre este mundo pasan y dejarán de existir. El discurso de la multiplicación de los panes nos permitió ver a Jesús preocupado del hambre del pueblo, a quien después de aclarar o purificar sus intenciones, les presenta la ocasión para saciar su hambre interior.
Jesús les invita a preocuparse o trabajar no por el alimento que se acaba, sino por el que da la vida eterna y que el Hijo de Dios, su enviado, les dará. En este sentido, la multitud pregunta qué hacer para recibir ese alimento, o qué obras se deben realizar. Recordemos que, según nuestra mentalidad humana, a cada trabajo le corresponde una recompensa. Jesús les responde: “La obra de Dios es que crean en quien él ha enviado” (v. 29). La acción necesaria para recibir de Dios sus dones es la fe (pistéuo). Creer en Jesús es requisito indispensable para recibir de Dios su verdadero alimento. Por tanto, el ejercicio o la obra a realizar para empeñarse en la vida de Dios es la fe. Por ejemplo, en el Antiguo Testamento, el pueblo renegó contra Dios porque pensaban que morirían en el desierto y frente a esta actitud, en cambio, Dios les concede el alimento: “Al atardecer comerán carne y por la mañana se saciarán de pan; y así sabrán que yo soy Yahvé, su Dios.” (Ex 16,12). La acción de Dios muestra su generosidad que no espera alguna acción de parte del pueblo sino sólo confiar y creer en Él.
Ahora bien, la fe, aunque es un don de Dios, requiere de nuestra colaboración para que esta crezca y se fortalezca. Considero que allí está el ejercicio o el trabajo que nos toca realizar para vivir la unión con Dios. San Pablo lo dirá con firme determinación: “Pues han sido salvados por la gracia mediante la fe; y esto no viene de ustedes, sino que es un don de Dios; tampoco viene de las obras, para que nadie se gloríe” (Ef 2,8-9).
Por tanto, debemos confiar en la ayuda que Dios nos ofrece y del cuidado que tiene de cada uno de nosotros. Ahora que comienza el mes de agosto, recordemos a la Divina Providencia, para pedir que no nos falte lo necesario: “casa, vestido, sustento y a la hora de la muerte el santísimo Sacramento”; y recordar que al pedirle todo esto, nos comprometemos en realizar su voluntad y en hacer todo lo que esté en nuestras manos. Procuremos que en las circunstancias difíciles de la vida nos nutramos del pan que Dios nos ofrece en su Hijo, para que no perezcamos, sino para tener vida eterna. Así mismo, que no desconfiemos ni reneguemos de Dios por no tener lo que deseamos, creyendo que la vida sin Dios y lejos de Él, era mejor; al contrario, que esperemos confiados los tiempos de Dios que son los mejores.
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