Mundos paralelos
Una mañana, hace más o menos veinte años, de camino a la preparatoria, en la esquina del jardín junto a la casa, vi a una viejita con una andadera recogiendo botes de basura. Es verdad que hay miles de viejitas con andaderas recogiendo botes de basura, pero esta viejita, a estas horas de la mañana, produjo en mí una sensación de desolación total, sentí que si yo no le tendía una mano, en cualquier momento se iría de bruces y no volvería a levantarse. Traía cien pesos en la bolsa –lo que me restaba del dinero que me daban para gastar en la semana-, me acerqué con ellos a la anciana y se los extendí. La anciana me vio con ojos incrédulos y, luego de rasparme el cuerpo con su mirada, los echó a una bolsa de plástico. Veinte años después, la mañana de ayer, de camino al mercado, en la esquina del jardín junto a la escuela, vi a una viejita con andadera recogiendo botes de basura. Tuve, de pronto, una sensación no de estar viviendo algo que ya había vivido, sino –peor aún- de seguir viviendo aquello que había empezado a vivir aquella mañana en la esquina del jardín junto a la casa. Volteé hacia atrás, y vi, de nuevo, la misma calle por donde iba camino a la preparatoria. Estaba el cielo igual de tierno que entonces y había escasa gente en los alrededores. Volví la vista hacia la viejita y me encontré con su mirada, que me miraba como si estuviera intentando reconocerme. Tuve la sensación de darle los cien pesos –los únicos, curiosamente- que traía en la bolsa, pero por una cuestión inexplicable – el ruido del motor de un coche, la aparición de un hombre en bicicleta, el rechinido de la puerta metálica de la tortillería- apunté la vista hacia el ingreso del mercado y, sin voltearla jamás hacia atrás, me seguí de largo.
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