Holiday Inn Express
No hace mucho me hospedé en un hotel muy fino. No había otra opción. Era lo más cercano a un lugar del que quería estar cercano. El hotel era el Holiday Inn Express. Parecía un hospital psiquiátrico, pero bueno. Pensé que el que estaba desfasado del último grito de la moda hotelera era yo. Subí a mi habitación, en el quinto piso. Era estrecha, fría como un cubo de hielo y de un blanco asfixiante, precisamente como el de los hospitales psiquiátricos. Pasados unos minutos, no tuve más remedio que bañarme, como todos en la vida tenemos que hacerlo. Me enrollé una toalla en la cintura y fui al baño. No bien puse el primer pie dentro, me encuentro con algo demasiado sofisticado para mi gusto. Pero sofisticación no es –al menos aquí- sinónimo de usabilidad. ¿Entonces qué pasa? Lo siguiente: intento sacar la toalla, que está enrollada y metida en un alambre espiral posmodernísimo y al jalarla se desprende la de abajo, meto instintivamente la mano y la salvo de que caiga justo al fondo del excusado, en el que, dicho sea de paso, acababa de orinar.Tampoco pasa nada, pensé. Un incidente más. Pero luego resulta que, como todo en la vida, me tengo que meter a la regadera. Abro la puerta de cristal (casi) cortado y busco la llave de agua caliente. Intento cerrar la puerta de cristal pero está desajustada y no cede. Giro la llave de agua y descubro que por la abertura que deja la puerta se escapa un buen chorro que, dicho sea de paso, moja el suelo frío. Y no sólo eso: también se cuela el frío que viene del aire acondicionado, cuyos aleros se mueven en todas direcciones. No pasa nada, pienso: otro incidente más. A cualquiera le pasa. Termino de ducharme y paso a recortarme barba y bigote. Lo hago con sutileza. Cuando abro la llave para lavarme las manos me doy cuenta que está mal centrado el grifo y el agua se tira por los cuatro costados. Es un lavabo posmodernísimo también, de esos que parecen pilas bautismales, pero no cumple un solo centímetro con los objetivos para los que fue creado. Y para cerrar con broche de oro, porque de otra forma no habría de qué jactarse, bajo al desayunador y me encuentro con que el bufete es prometedor pero inaccesible, esto es que los huevos, los frijoles y los chilaquiles están como bajo custodia en unos contenedores que tienen un orificio muy pequeño a través del cual uno tiene que hacer malabares no sólo para meter el cucharón sino para sacar, sin que se caiga, el producto alimenticio. Para acabarla, el café es malo y el jugo de naranja, de lata. Tengo que decirlo: contra mi voluntad, pagué una fortuna por hospedarme en ese hotel. Yo me jalo los pelos de impotencia, pero descubro a dos tres que sienten que el hotel les levanta la autoestima y les da status, no importa que el paisaje que se ve por su enorme ventanal sea un muro.
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