La vida de los intelectuales
El otro día, por una serie de sucesos que me acontecieron por azar y en carambola, empecé a reflexionar sobre los intelectuales. Creo que, previo a ello, algo leí sobre la “independencia” que deben tener los intelectuales a la hora de opinar. Viviendo en Nueva Zelanda, y antes en España, y más antes en USA, me di cuenta que la situación del intelectual varía de un lugar a otro. Por ejemplo, en Nueva Zelanda un intelectual puede sobrevivir sin trabajar, porque simplemente el gobierno le dará su cuota de desempleo, y con este dinero es suficiente para que siga opinando a favor o en contra de lo que quiera, sin morirse de hambre. Esto no sucede en México, en donde ni gobierno ni nadie te da nada, con lo cual, perdiendo tu trabajo, pierdes también la posibilidad de una vida digna y, en un descudio, de la vida misma. En México, por ejemplo, un intelectual generalmente trabaja o en una dependencia del soberano gobierno (secretaría de cultura, comunicación, etcétera) o en alguna universidad, como académico o promotor cultural, que son los lugares idóneos para su empleo, con lo cual, ya de entrada y dado el estado de nuestras instituciones, su “independencia” se trunca, a menos que decida opinar sobre la realidad de Japón o de Malasia, aun cuando sepa de antemano que el radio de repercusión de sus palabras apenas llegará a la frontera norte. Si trabaja en el gobierno, digamos, será imposible que pueda realmente criticarlo, aun cuando sea el más apto para hacerlo por el hecho de conocerlo desde adentro y mejor que nadie. Pues no: correrá el riesgo de que lo echen de una patada por “malagradecido”, pues no olvidemos, además, que tener un trabajo en México es siempre un “favor que nos hacen”. Si trabaja en una universidad, y critica al sistema o a alguno de sus altos funcionarios, o incluso a las decisiones tomadas colegiadamente, no tardará mucho en estar con las maletas en la calle y un “no vuelvas” clavado en mitad de la frente. La gente, por otro lado, o la audiencia, le exige al intelectual “independencia”, le llama vendido cuando toma una posición a favor de lo que ellos están en contra o viceversa, todo esto desde la comodidad de su hogar. Si acaso coinciden, ese intelectual es intachable. Si no, es un pobre diablo y seguramente “le pagan” por decir eso que dice. Pocos se ponen a pensar que en un país como México el intelectual tiene que comer, también, formar una familia, pagar las contribuciones de una casa digna, tener derecho a gozar de vacaciones y de opiniones, etcétera, y nadie repara que, para conseguirlo, normalmente se ve obligado a callar o a que lo callen, pero qué intelectual que se jacte puede hacer su labor desde el silencio, si él es –el intelectual- el ser que, como decía Sartre, siempre se mete en los asuntos “que no le atañen”. Parece ser que en México, para sobrevivir, los intelectuales no tienen más remedio, tristemente, que tomar partido, en un país en donde, como ya sabemos, todos los partidos son malos.
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