Lector sin ventana
Siempre que leo algo que me gusta, siento unas ganas irreprimibles de compartirlo. Unas ganas de llamar a éste o aquel, de convocar a amigos y familiares para mostrarles mi hallazgo. O de salir a la calle a decírselo a un desconocido, al menos, el primer extraviado que pase al otro lado de la cerca. Pero no: sucede que cuando tengo esos hallazgos son las tantas horas de la madrugada, que es cuando leo o me dejo leer largamente, y no hay nadie a quien llamar a esas horas, todos duermen bajo la luz apagada de sus lámparas, y ni siquiera las ventanas pueden sacarnos del atolladero porque dan a calles vacías, a casas oscuras, a otras ventanas ciertamente cerradas. Y a mí no me queda más remedio que esperar que mi corazón se acompase y la eufuria se eche sobre mis pies como un perrillo faldero y todo vuelva a esa normalidad de los pequeños e insignificantes acontecimientos: que, dicho sea de paso, son los que nos mantienen vivos.
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