LECTURAS

NOE GUERRA PIMENTEL | Opinión | 13/01/2012

SE SOLTÓ EL MAL

Hará unos diez años que anduve por Culiacán, Sinaloa. El primer día todo normal. Al segundo amanecer empecé a observar comportamientos, para mí extraños, no había policías en las calles haciendo rondines, no había agentes de tránsito, la gente se metía temprano a dormir, como en un pactado toque de queda. No recuerdo haber visto niños jugando en los jardines, ni en el centro y, lo más extraordinario, nadie respetaba los semáforos, ni los de a pie ni los de carro.

¿Qué pasa con eso? pregunté a un vecino, mejor ni pregunte, me respondió. Entendí que me decía todo, mientras observaba cómo la gente, viendo sin mirar, se le atravesaba a las camionetas del año y a los coches de lujo que por igual con todos los vidrios oscuros, polarizados, circulaban por el centro de la ciudad a vuelta de rueda y con la música de banda, los singulares narcocorridos, que sonaba con bocinas externas a todo volumen y lo no menos sorprendente, nadie decía nada, para todos era como algo normal. El mal se les había soltado.

Ya de regreso al aeropuerto le hice la misma pregunta al taxista quien luego de verme por el retrovisor me espetó: No amigo, al Güey (la primera vez que oía con ese sentido el término) que se atreve a toparlos lo truenan (Un lenguaje raro). ¿Quienes? Le volví a preguntar, ya llegamos, contestó sin verme, -los mañosos, los malitos, esos meros-, remató, mientras me ayudaba. Efectivamente ya habíamos llegado. Le pagué, se subió y sin decir más arrancó. Un tipo osco, como la mayoría de los “culiches” con los que allá me relacioné.

Fueron solo tres días los que estuve en aquella ciudad, la primera del País donde se rinde culto, como patrono de los Narcos, a un criminal, a Jesús Malverde, un personaje abigarrado que yo vi como parte del surrealismo nuestro y que ante el disimulo cómplice de las autoridades tiene sus propias lujosas capillas no solo en Culiacán, sino en varios puntos del norte y en el extranjero, muchas de las cuales serían envidia del Santo patrono de varios lugares.

Cierto, no me quedaron ganas de volver a esa ciudad donde la gente parecía hacer lo que quería en una tierra de nadie, donde al parecer la anarquía se había enseñoreado, a ese sitio al que hasta antes solo conocía por su tradicional música de tambora y que meses después empezó a dar la nota con sus tiroteos y matanzas, los decapitados y las cabezas en lugares públicos, los colgados, por los entambados, los levantados, por sus capos y por su terrible Cártel, el de Sinaloa.

De regreso a mi calma Colima revaloré lo que teníamos en este casi paraíso donde el último hecho sangriento se recordaba allá por los ochentas, con el asalto de “El Rojo” a una institución bancaria y en el que entre las víctimas colaterales había perdido la vida un sobrino de la Gobernadora Griselda Álvarez y en donde los pocos secuestros registrados en los noventas y el fin de siglo habían sido desterrados por el célebre Sam López (qepd).

Un Colima, “el Estado más seguro del País”, como se le reconoció varias veces y nos enorgullecía, por su bajo índice de delitos y ni un asomo del “crimen organizado”. Condición que no sería para siempre, pues la hemos venido perdiendo con esta inaudita escalada de crímenes que por lo constante, sádico y sangriento cada vez más rebasan nuestro asombro y que, como se ve y vamos, no se tiene para cuando, por lo que debemos asumir que no habrá fuerza ni poder que los pueda detener antes que entre ellos se acaben, mientras nosotros seguiremos en medio, solo esperando a ver cuando nos toca la de malas.

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