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PARACAÍDAS

ROGELIO GUEDEA | Opinión | 12/01/2016

CRÓNICA DE UN MITIN DE JORGE LUIS PRECIADO

Ayer fui a un mitin de Jorge Luis Preciado, uno organizado en la Villa. No había tenido oportunidad de verlo y ayer decidí ir a verlo, medio escondido en el tumulto de gente. Quería escucharlo hablar, quería saber cómo emitía su mensaje y cómo lo recibía la gente que lo rodearía. Iba con la idea de centrar toda mi atención en el candidato a la gubernatura, no en la persona que lo antecedía, como en mi caso antecede al escritor que soy, o al padre que soy, o al hermano que soy, el hombre que soy. Como llegué un poco temprano, me dio tiempo de poder observar con detenimiento a la concurrencia, en su mayoría gente humilde y trabajadora, gente realmente buena. Al lado mío, lo recuerdo bien, estaba un hombre de algunos setenta años. Vendía cacahuates y semillas de calabaza. Estaba acompañado de su nieto, un niño vivaracho y de ojos chispeantes que, al ver el nutrido público que lo rodeaba, le preguntó a su abuelo que si había acabado la venta. El abuelo le dijo que no, que todavía le quedaban unas cuantas bolsillas. El niño de escasos diez años le dijo, para pronto, que él se los vendería. Sacó un cartoncillo, engrapó las bolsitas de pepitas y cacahuates y empezó a caminar entre la gente, ofertando su producto: “pepitas, cacahuates, ¿no quiere pepitas, cacahuates?”. Un niño verdaderamente entrañable por luchón. Participó en un concurso de baile, incluso, animado por el abuelo, y ganó, le dieron como premio unos carros de carreras que lo dejaron tan contento que, en algún momento, llegué a pensar que esto era lo único que había recibido de navidad, una navidad tardía. ¡Me lo gané, abuelo!, decía. Y el abuelo lo abrazaba, lo apretaba contra su pecho, feliz de ver a su nieto feliz, orgulloso de su astucia y osadía. Pocos minutos después llegaría Jorge Luis Preciado, quien pronto empezó su discurso. Lo hizo inteligentemente bien, sin carecer de sentido del humor y con las malas palabras en el momento preciso, tal como lo pedía la ocasión. Una conversación (porque eso fue lo que fue) con los pies en la tierra, realista pero no carente de ilusiones. Jorge Luis Preciado maneja varios registros, varias hablas, y es una mentira (eso se nota si uno aguza el oído) que sea un pelafustán, nada de eso: es más agudo, sesudo y culto de lo que a simple vista parece. Pero no es esto, finalmente, lo que me ha hecho venir aquí a escribir esta crónica: sino el niño de ojos vivarachos y su abuelo, fundido en el corazón de ese niño. Desde que lo vi la primera vez ya no pude despegarle la vista. Había ido hasta ahí con su abuelo para ver a Jorge Luis Preciado. El mismo señor me dijo, con esperanza y ansiedad, que era Preciado el que iba a sacar por fin a los priistas del gobierno y les iba a dar a todos una mejor vida. El anciano me hablaba a mí pero viendo a su nieto, que veía a su vez a Jorge Luis Preciado. Lo que me decía me lo decía con una esperanza de hierro, un deseo indoblegable, una ilusión que no parecía rendirse con nada. Y luego de decirlo manoteaba, con vigor. Yo no dudo que Jorge Luis Preciado pueda acabar con 86 años de dictadura priista en Colima, es un guerrero nato y no se arredra con nada, pude constatarlo esa noche, y por eso mismo es que he venido apoyando su candidatura (le duela a quien le doliere) pero lo que sí sé que sería imperdonable (y ojalá me esté leyendo) es que de llegar a la gubernatura se convierta en eso mismo que está queriendo sepultar ahora mismo. El anciano de los cacahuates y su nieto de ojos chispeantes, sólo ellos, no se merecerían por nada del mundo ver cancelada esa fe de cambio que ansían, esa transformación que han visto porstergarse por décadas y décadas. Cometería un crimen (no sólo él, sino cualquiera) y de esa humanidad aquel que cercene la luz brillante de los ojos de ese niño que (yo lo vi, a mí nadie me lo dijo) seguía cada gesto, cada palabra, cada paso que daba Jorge Luis Preciado durante su discurso, siempre con los ojos abiertos como platos, siempre con la mirada destellante de aquel que se ha hecho de la certeza de un porvenir y no quiere, por ningún motivo, ya jamás perderlo.

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