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CULTURALIA

NOE GUERRA PIMENTEL | Opinión | 25/12/2015

EL SER O NO SER DEL MEXICANO

Estoy seguro que sin ellos proponérselo fueron Porfirio Díaz, Villa, Madero y Zapata, quienes a principios del siglo pasado más influyeron en el ser del mexicano cada uno especificados con la ayuda de la literatura, la pintura, la fotografía y el incipiente cine hasta llegar a la televisión. Personajes a los que al paso se sumaron otros, aunque estos de la farándula, como Pedro Armendáriz, Agustín Lara, Javier Solís, Jorge Negrete, Tín Tán, Cantinflas, Pedro Infante, José Alfredo Jiménez, el Santo y Resortes, quienes desde la radio y el cine dieron origen a un ideal del arquetipo mexicano que desde la educación institucional y el arte, casi a la par fundaron en el imaginario colectivo intelectuales y artistas como José Vasconcelos, Cosío Villegas, Mariano Azuela, Amado Nervo, Rivera, Orozco, Siqueiros y Tamayo, íconos mexicanos, igual que los músicos Blas Galindo, José Pablo Moncayo, Manuel M. Ponce y Silvestre Revueltas.

Vista en parte de su complejidad, en mi opinión y contra lo que la mayoría supone, la definición de nuestra identidad de mexicanos es corta, relativamente breve y más si nos atenemos a que fue con el surgimiento del cine, la radio y la televisión cuando ésta se perfiló a partir de esos referentes encarnados en hombres y en mujeres del siglo pasado reduciéndola a los conocidos estereotipos que tanto al interior como en el ámbito internacional nos han limitado, uniforman y suprimen en mucho la riqueza étnica y cultural de una nación tan diversa, paradójica y disímbola como la nuestra.

Entre las féminas que sin duda más han influido en la formación aparente del mexicano, para bien o para mal no podemos soslayar a las que actuadas o no finalmente se constituyeron como las más vanguardistas y aquí entran Dolores del Río, Frida Kahlo, María Félix, Remedios Varo, Leonora Carrington, Lola Olmedo y Beltrán, Josefina Lavalle, que desde diferentes disciplinas más delimitaron internacionalmente a la mujer mexicana, esencias que dicho sea, en mucho se contraponen a la mayoría de mexicanas, aún de estos tiempos. En otra generación encontramos a Lupita Amor, Griselda Álvarez, Lucha Villa, Silvia Pinal, Elena Poniatowska y la Montenegro.

Octavio Paz, Juan Rulfo, Carlos Fuentes, Andrés Henestrosa, José Emilio Pacheco y Cristina, Carlos Monsiváis, Fidel Velázquez, Carlos Slím, los Azcárraga desde Vidaurreta hasta Jean, pasando por Milmo, que desde la caja boba fabricaron a figuras del espectáculo que la comunidad internacional asume como embajadores de lo mexicano: Pedro Vargas, Miguel Alemán, Jacobo Zabludovsky, López Mateos, Chespirito, Díaz Ordaz, Vicente Fernández, Juan Gabriel, Elba Esther Gordillo, Santana, Verónica Castro, Luis Miguel, Salma Hayek, Thalía, El Loco Valdez, Salinas, Peña Nieto, Paulina Rubio, Fox, Hugo Sánchez, Lupita Jones, Brozo, Gael García y Diego Luna, Alex Lora, Rafael Inclán, la Arrolladora, Chabelo, Valentín Elizalde, el Chapo Guzmán, el Señor de los Cielos o el Chicharito y Márquez.

Una amalgama de historias y personajes que apenas por una centuria han proyectado lo que la gente de fuera ve en nosotros como mexicanos, como si la mayoría fuéramos Paulinas y Thalías o Pedros, Salinas, Luis Migueles o Chapos, nada más distante de lo real entre la gente normal, usted y yo, que a falta de una identificación que valide y respete nuestras diferencias nos obliga a retomar y abstraer a nuestra individual condición a alguno de estos personajes que no dejan de ser parte de las representaciones múltiples de lo que pudiera ser nuestra diversa y plural nacionalidad.

Una identidad que por supuesto no nos corresponde porque no dice lo esencial de nosotros, porque no respeta ni pondera nuestras grandes individualidades regionales, nuestra riqueza idiomática y gastronómica, porque nos obliga al atraso y al estatismo, porque alevosamente nos tratan de imponer y arbitrariamente han inoculado a la mayoría del colectivo que hace al pueblo mexicano en esa única y para ellos, quienes sean, valedera “identidad nacional” que sin duda nos aísla y suprime, quedando, en el mejor de los casos como productos de consumo apetecidos por un mundo globalizado que mimetiza y borra, condición a la nos debemos resistir si es que no queremos desparecer, privilegiando nuestros rasgos de identidad más originales.

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