AL VUELO

ROGELIO GUEDEA | Opinión | 15/09/2013

MENSAJES DE ULTRATUMBA

Recibí un mensaje esta mañana. El primero en mi bandeja de correo. Un mensaje en inglés que empezaba así: “Amado Rogelio”. Nunca había recibido algo así. Lo que seguía después del “amado Rogelio” no era un lugar común. Nada de eso. Se trataba de una mujer que parecía profundamente enamorada y que, aparte, me conocía. “Yo he seguido la estela de luz que vas dejando por las calles …”, decía. Ya no pude dejar de leer. Incluso acerqué un poco más las narices a la pantalla del computador. “Mi alma está hecha para la tuya”, continuaba.

Y luego transcribía, ni más ni menos, unos versos de Emily Dickinson. Yo, a estas alturas, me preguntaba quién sería, cómo es que, entre tantos hombres y más hombres en el mundo, yo había sido el elegido. Su elegido. Tal vez mi poesía amorosa la enamoró. O era, quizá, simplemente, una de esas coincidencias siderales que se dan una vez entre dos mil millones. ¿Pero cómo habría sido eso? “Ningún diluvio, por más fuerte que sea, nos podría separar. Es tan grande mi amor…”, insistía. Y yo hasta volteé hacia un lado y hacia otro para cerciorarme de que los ojos de mi mujer no me espiaban por detrás de la espalda. Me levanté, fui a la puerta y la cerré con llave. Seguramente es así: sideral, diluviano, hecha para mí, grande.

Y volvían a resonar en mi cabeza los versos de Emily Dickinson, transcritos en cursivas. Estaba ya nauseabundo. Unas pocas líneas después de hablarme de sus atributos personales, todos angelicales y llenos de voluptuosidad, la remitente cometió un desliz que partió en mil pedazos este que parecía el sábado más maravilloso del mundo.

Decía: “para que nuestro bello amor se realice, favor de depositar…” Aunque las palabras que completarían la frase que acababa de leer se me iban de bruces en la garganta, no quise seguir leyendo. Cerré el mensaje y me quedé mirando la pantalla algunos segundos más todavía. Luego, marqué el mensaje y di eliminar: para matar, ahora sí, toda posibilidad.

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