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AL VUELO

ROGELIO GUEDEA | Opinión | 09/07/2012

Filosofía de las filas de banco

Todo mundo ha hecho alguna vez una fila en un banco. Incluso los que no lo han hecho algo saben de oídas. No sólo son insufribles sino que -lo mejor (o peor) de todo- reflejan justamente lo que somos. Uno podría conocer la sociedad en la que vive, o la que visita (en caso de haber ido de vacaciones a otro país), con sólo hacer una fila en un banco, cualquier mañana. Entre a cambiar un cheque, o a realizar un depósito, y cuando salga sabrá muy bien la tierra que pisa. Ayer yo hice una fila en un Bancomer, de larga tradición en México. Era una fila larga y llena de gente a la que le corrían goterones de sudor por cuello y frente. Es que no sirve el aire acondicionado, me dijo el guardia levantando las cejas y mirando hacia el escritorio del gerente. Me puse, como es debido, hasta atrás, luego de cerciorarme que estaba en la fila correcta, esto es la de Usuarios sin Cuenta Bancomer. Lo lógico para mí habría sido que en la fila de Clientes con Cuenta Bancomer, contigua a la que yo estaba, hubiera menos gente por tratarse de personas preferenciales, pero no: había incluso más gente sudando goterones por frente y cuello. Me armé de paciencia, pues sólo había una caja abierta y la señorita le dedicaba mucho tiempo a estarse limpiando los goterones que le corrían el rímel, y me puse a leer La ola que regresa, la poesía reunida de Fabio Morábito. No pasaron ni cinco minutos cuando dos muchachas que no se veían de muy incólume reputación se acercaron a la mujer de adelante para decirle que si le hacían un depósito. La mujer me miró con ojos aborregados como pidiéndome aprobación y luego, sin esperar mi consentimiento, les dijo a las muchachas que sí. Dos minutos después, la única cajera que nos atendía (la del rímel corrido) se levantó y se perdió detrás de una puerta de hierro. Seguramente ya le está dando una fajada el gerente a la cabrona, dijo la señora de junto (porque la fila ya era como una culebra enroscada). La cajera salió quince minutos después, con nuevo color de labial y el pelo esta vez recogido. Te dije, espetó la mujer de junto. Yo seguía leyendo a Morábito, es cierto, pero ya no con tanta paciencia. Cuando faltaban dos lugares para mi turno, levanté la vista y vi a una gordita de pelo mojado discutiendo con la muchacha de hasta adelante. Pedía que la dejaran nomás cobrar un cheque porque entraba a trabajar a las once y eran ya las once y media. Pues te hubieras venido más temprano, mijita, dijo la mujer de adelante. Aquí todas tenemos cosas que hacer, escupió la acompañante. La gordita se sentó en su macho (como dicen) y no se salió de la fila pese a los escupitajos de las que ya la rodeaban en posición de ataque. El guardia que estaba en la puerta de ingreso mejor se volteó hacia la calle y como que se puso un manojo de estopa en las orejas porque nunca escuchó los llamados de las agraviadas. Por fin fue mi turno. Cerré el libro de Morábito y pasé a la caja. Hice los pagos correspondientes y me entregaron, de vuelta, las fichas que necesitaba. Al final, me dijo la señorita: gracias por preferir a Bancomer. Todavía no sé si en tono de burla.

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